martes, 3 de junio de 2014

Desde que tengo uso de razón me he martirizado incansablemente en el amor. Todo empezó cuando por arte de birlibirloque ese curso escolar la maestra me sentó en nuestros pupitres de cuatro, codo con codo, o mejor, dicho, frente con frente, con el más guapo de la clase. Por el día esos ojos iluminaban las matemáticas y por la noche tanta claridad no me dejaba dormir. Poco tardé en caer de mi levitación pueril, cuando noté que esos ojos se dirigían hacia otro rincón de la clase, hacia otra chica tan guapa como él, pizpireta, de carcajada fácil y menos enfrascada en los libros que yo. Pasé que querer llegar a mi pupitre lo más rápido posible a desear que la maestra se golpeara la cabeza y volviera a agitar los asientos de la clase de nuevo, lo que no tardó en suceder, en parte gracias a mis plegarias nocturnas y en parte porque la mujer se dio cuenta de que en las mesas donde había mezclado bocatas de chorizo con nocilla el ambiente estaba enrarecido y los buenos estudiantes dejaban de rendir. Ese día dejó cancha libre y nos fuimos sentando con nuestros afines en ese orden sutil establecido desde los principios de los siglos escolares: los macarras con los macarras y los empollones con los empollones.
Ese fue solamente el primer pinchazo en una carretera llena de socavones. Claro, mis primeros amores fueron los platónicos, sí, esos en los que te imaginas paseando de la mano con el chico en cuestión. Normalmente me enamoraba de un chico durante las vacaciones de verano, fantaseaba con él durante el invierno y el verano siguiente lo descubría bebiendo los vientos por otra. La sensación vivida ante tal descubrimiento era una mezcla de bofetada en la cara, aterrizaje forzoso desde Plutón y test cardiológico anual en condiciones extremas del que, como era de esperar, salía exhausta pero, al final, airosa. “Lo que no mata, engorda” decía mi abuela tan sabia ella. Yo no engordé pero al menos empecé a pasar del amor platónico a albergar esperanzas más fundadas que acababan en verdaderas decepciones.
A principios de la adolescencia conocí al chico que me iba a dar mi primer beso, guapo a rabiar. Recibía palmaditas en la espalda de todas mis amigas. La leche! qué buena pesca!. Pero mi corazoncito aún tierno se atrevió a confesarle que nunca había besado a alguien antes que a él. Ante mi declaración él soltó una carcajada y me preguntó que si era lesbiana. Cuando al día siguiente lo llamé por teléfono para quedar, sus respuestas evasivas y las risas que me llegaban por el auricular de otra persona que estaba con él confirmaron que lo nuestro, bueno, lo mío, hasta ahí había llegado.
Estos tropezones hubieran debido servirme de experiencia para evitar nuevas caídas pero aún me esperaba la más abrupta y dolorosa unos años después. Mi mejor amigo, complementario a mis frases, bromas e intereses, media naranja en mi macedonia o, al menos, eso creía yo, acabó la noche en los brazos de otra amiga común, ni tan alta, ni tan próxima, ni tan contigua, pero más merecedora del lengua a lengua que yo, con quien él, ciertamente, compartía también una lengua común, pero de esas con vocabulario y gramática propios que nos permitía mantener una conversación que se quedaba solamente en palabras incapaces de taladrar su corazón o su líbido. Esa noche no dormí de rabia y al día siguiente el enfado me hizo encerrarme en casa y confesarle mis cuitas a mi hermana, que me resumió la situación con un “chica, lo que te pasa se llama amor idiota: yo por él y él por otra. Espabila” zanjó, llena de sabiduría.
Ahí fue cuando me caí del guindo salvajemente, me salió un chichón histórico en toda la frente, y me puse a reflexionar, lo que no es fácil cuando más te duele un chichón en la cabeza. Al día siguiente salí de mi encierro decidida a ser más racional y a no andarme por ramas de las que después pudiera caerme. Me puse una máscara de cera e intenté mantener el tipo cuando mi amigo se acercó a mí con su sonrisa de siempre, con una broma colgada en los labios a la que esta vez no supe responder con chispa. La verdad es que dar una respuesta de más de tres palabras me dolía tanto que, ante su frustración, tuve que fingir un dolor de cabeza para volverme pronto a casa porque no quería ponerme a llorar delante de él. Necesitaba tiempo para curarme, eso estaba claro, y si de alguna manera quería mantener una amistad que tanto apreciaba tenía que reordenar mis sentimientos cuanto antes mejor.
Ahí estaba yo, arrastrando mi amargura hacia casa cuando, caprichos de la vida, se paró a mi lado un coche de los de las revistas del motor, precisamente el de mi amor idiota número X, un par de veranos atrás. Con su sonrisa pícara se ofreció a llevarme a casa. Recordé a su novia, con la que empezó a salir justo cuando me encontraba en plena fase de enamoramiento con él, no correspondido, evidentemente, aunque reconozco que algún intento de acercamiento hubo por parte de los dos antes de que saliera con ella, que quedó en un chirrido de violín desafinado entre los gustos de chico con dinero y chica de barrio obrero conservador, un desacorde que yo esperaba que se entonara un día. En fin, qué besos, qué manoseos, qué de todo se daban frente a mí, poniendo a prueba la resistencia de mis arterias, con un fuego desatado a la altura del semental hermoso que era él, un fuego que se consumió un año después cuando ella pidió más compromiso, él dijo tararí y ella lo mandó a tomar por culo. No sé lo que le duró el golpe de la ruptura pero no tardó en reemplazarla con una, dos, tres... haciendo estragos en pandillas enteras de amigas, con ese porte, esos modales, esos ojos de lobo.  Me contaba su vida mientras miraba de reojo a las bellezas en vestidos primaverales que cruzaban el paso de cebra. Yo lo observaba atentamente y, si yo era la víctima del amor idiota, él era, a todas luces, la víctima de los amores trompeteros, que cuantas veo, tantas quiero. Y digo víctima porque era evidente que buscaba una novia a la que pudiera respetar, con esas características que te gustaría ver en la futura madre de tus hijos, pero no alcanzaba a atrapar la perfección y al cabo de un tiempo se cruzaba por su camino otra fragancia tan tentadora que lo invitaba a probar suerte de nuevo. "¿Cómo es posible que estemos tú y yo solos?” se preguntó en voz alta y, a pesar de lo mucho que me atraía, el violín sonó desafinado una vez más en mi cabeza.

Es difícil para algunos conseguir el número agraciado en esto del amor, me dije. A veces somos las víctimas pero otras somos los verdugos de las esperanzas de otros. Qué lotería tan cruel para alguien como yo que odia la incertidumbre. Venga, a casita a dormir, a recuperarse de los designios del corazón partido.

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